EL DESAFÍO JUNTO AL ESPINO

 


Una mañana, el Creador recogía rocío en una hoja de magnolio para regar una flor que nacía entre las grietas de una piedra, cuando sintió una presencia que no era de ese lugar.



De la sombra de un espino centenario, como si la oscuridad misma se hubiera condensado, surgió el diablo. Aquel que creía que toda armonía necesitaba un desafío para probar su valor. Vestía no un traje de carbón, sino el gris cambiante de las nubes de tormenta, y sus ojos reflejaban no el fuego, sino el relámpago antes de estallar.



"Observo tus pájaros," dijo el Diablo, su voz como el roce de hojas secas. "Todos iguales en su perfección predecible. ¿No te aburre tanta repetición?"



El Creador dejó que una gota de rocío cayera sobre un capullo cerrado. "Cada gorrión canta una canción única. Tu oído no está afinado para escucharla."





"Propongo un desafío," insistió el Diablo, y en sus palabras había el zumbido de mosca atrapada en tela de araña. "Mañana, al primer canto del gallo que despierta a los sueños, cada uno presentará el ave más hermosa jamás concebida. La del vencedor surcará los cielos bajo el sol, para alegría de quienes alcen la vista. La del perdedor... habitará los reinos donde la luz no llega, para no afear el día con su imperfección."



El Creador aceptó con esa calma que tienen los cerros antiguos. Esa noche, el Creador se adentró en los bosques robles y canelos. Reunió arcilla de la ribera de un río cordillerano, la amasó con el brillo de la escarcha y la flexibilidad del junquillo. Para su creación, no buscó colores estridentes, sino la esencia misma del cielo y la luz austral. Capturó el reflejo del amanecer sobre un lago azul profundo para el dorso, y la pureza de la nieve recién caída en la cumbre para el pecho y el vientre. Con un soplo del viento que corre libre por los valles, dio forma a un cuerpo ligero, aerodinámico, hecho para la velocidad y la gracia infinita. En sus ojos puso dos fragmentos del cielo despejado de septiembre.



El diablo, en su arrogancia, buscó materiales en los lugares olvidados: el hollín de fogones apagados, la piel de un animal muerto y para las alas, la rigidez de un par de ramas secas. Mezcló barro de pantano con sombras espesas. Su creación sería poderosa y extraña, que desafiara la misma idea de armonía.



Al amanecer, ante un coro de chercanes y pitíos que se habían reunido en el follaje de un boldo, se presentaron los contendientes.



El Creador alzó sus manos, y de entre ellas, como un destello vivo, surgió la golondrina chilena. Un murmullo de admiración recorrió el bosque. Su dorso era de un azul-verdoso profundo que cambiaba con la luz, como el mar del sur al atardecer, y su pecho era de una blancura inmaculada, como la espuma de las olas. Voló un instante, y su vuelo fue pura poesía: rápido, ágil, lleno de curvas cerradas y una alegría que era el anuncio mismo de la primavera. Su belleza no era gritada, sino susurrada: era la belleza de lo útil, de lo ágil, de lo que pertenece por completo al cielo y a la tierra.



El diablo, con un gesto teatral, liberó su obra. De un saco de cáñamo surgió el murciélago. Aleteó con un vuelo silencioso y zigzagueante, su cuerpo cubierto de pelaje oscuro, sus alas una membrana desnuda y angulosa. Era fascinante en su rareza, un maestro de la noche y el eco, pero ante la elegancia solar y la limpia blancura de la golondrina, su forma pareció torpe y fantasmal, hecha de miedo y oscuridad.



No hubo necesidad de deliberar. Hasta el viento del valle pareció silbar a favor de la golondrina.



"¡Es injusto!" rugió el diablo, su elegancia quebrantada por la rabia. "¡Mi creación es superior en ingenio! ¡Puede ver en la oscuridad, cazar con sonidos, es un prodigio del misterio!"



"Pero el pacto," recordó el Creador con serenidad, "era por la belleza que se entrega al día sin miedo, y por la utilidad que armoniza con la vida. Tu criatura es admirable en su función, mas su naturaleza es la de la penumbra. Llévala contigo. La noche la acogerá, y allí, lejos del sol que revela la verdad de las formas, encontrará su propio propósito."



Derrotado y lleno de rencor, el diablo recogió al murciélago. Desde entonces, tal como se decretó, la golondrina chilena surca nuestros cielos diurnos con su blanco y azul, trazando curvas de gozo con su vuelo, heraldo de los días cálidos y de la limpia claridad. Y el murciélago, hijo de la soberbia y la oscuridad, reina en el crepúsculo y la noche, un recordatorio de que lo que se hace desde la arrogancia, siempre huye de la luz. Y se dice que, a veces, en las noches de verano, el murciélago persigue a las golondrinas que regresan tardíamente a sus nidos, aún tratando, en vano, de opacar una belleza que ganó su lugar bajo el sol, en el corazón mismo de Chile.







Guido Berly

Relato recogido al calor de un fogón.

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